El duelo nunca es sencillo, ni debe serlo.
Reconocer el espacio vacío que no puede llenarse con distracciones ni con un reemplazo es una de las experiencias más profundas de la vida. Hay pérdidas tan devastadoras que las palabras, sin importar con cuánto cuidado sean seleccionadas, resultan baratas y banales en el mejor de los casos y condescendientes en el peor. Cuando no hay nada que decir, nada es más elocuente que el silencio.
Hay pérdidas que no solo desafían cualquier léxico, sino que son tan enormes que ni siquiera nuestras mentes pueden comprenderlas, y nos encontramos en una negación emocional. Cuando entendemos que la vida de cualquier sobreviviente del Holocausto tiene capítulos que nunca podrán ser digeridos, mucho menos expresados, podemos empezar a entender el impresionante silencio de la pérdida.
Cuando no tenemos palabras, no hay forma de transmitir información. Un resultado trágico es que a menudo las pérdidas más profundas son también las menos comprendidas y a menudo las más olvidadas. Para nuestros bisnietos, el horror del Holocausto puede llegar a convertirse en una reliquia polvorienta de la memoria antigua, como lo es para nosotros la inquisición española.
Hoy, nadie puede empezar a entender la enorme pérdida del Templo sagrado en Jerusalem, el Beit HaMikdash. Cuando estaba de pie, el Templo nos permitía experimentar directamente la espiritualidad. La presencia de Dios podía sentirse en cada piedra, en cada esquina, no era necesario un catalizador externo.
Hace miles de años que lamentamos la pérdida de esta conexión, y ya no tenemos las palabras para transmitir su significado. Seguimos los movimientos del duelo, pero necesitamos palabras para volverlo real.
Vamos a enfocarnos en lo que la pérdida del Templo hace 2.000 años significa para nosotros hoy en día.
Las palabras Beit HaMikdash significan literalmente 'Casa Sagrada'. Por definición, una casa es un lugar donde encontramos refugio, confort, y expresamos nuestra identidad.
Al no tener una casa propia, los judíos experimentamos incomodidad en el mundo. Físicamente, no estamos cómodos porque enfrentamos incesantes persecuciones. Tampoco estamos cómodos psicológicamente a menos que tengamos medios espirituales para ser nosotros mismos. Sin eso, nuestra vida colectiva es dolorosa y gris.
La necesidad de expresar nuestro ser más genuino se manifiesta a veces como una búsqueda de justicia. Esto se refleja en el activismo social. Nuestra necesidad colectiva de dar se ha reflejado en nuestra preocupación y generosidad. Somos un pueblo extraordinariamente interactivo, pero seguimos sin lograr la tranquilidad. La serenidad interior que buscamos nos elude. Todavía no estamos del todo "en casa".
El mundo material que nos satisface también nos distrae de la búsqueda de nuestro sentido más profundo de identidad, y a veces nos corrompe. Otras religiones idealizan el hecho de "elevarse por encima" del deseo mundano. Los judíos reconocemos el poder y la belleza del mundo como un catalizador de nuestra capacidad de vivir con sentido, y lo aceptamos. Pero nuestros dos mundos, el exterior y el interior, a veces permanecen como reinos separados.
En el Beit HaMikdash, el mundo espiritual no se veía oscurecido por lo físico. Los dos mundos existían perfectamente juntos por la gracia de la Presencia de Dios.
Dios mismo es llamado HaMakom, "El Lugar". Él es el lugar donde existe el mundo. La naturaleza atractiva del mundo oculta a Dios y nos ahogamos en una búsqueda interminable de algo que el mundo no puede darnos. La excepción a esto era el intenso entendimiento de Dios en el Templo, donde las piedras físicas revelaban más santidad de la que ocultaban. Era un lugar de intensa alegría. Allí, verdaderamente estábamos en casa. Éramos nosotros mismos, en nuestro mejor momento.
El Beit HaMikdash era el pegamento que nos mantenía unidos como pueblo. No sólo estábamos "en casa", sino que también desarrollamos una identidad colectiva; una familia con objetivos comunes, pero conservando nuestros roles individuales. En ese escenario, las diferencias externas entre los individuos se desvanecen, dejando sólo nuestro anhelo de bondad.
Sin embargo, nuestra capacidad de ver el vínculo común de la bondad se desvanece, nuestro punto focal cambia. Inexorablemente, nos enfocamos en las limitaciones que nos separan. Nuestro sentido de justicia se degrada y se convierte en un incesante negativismo y una crítica mordaz. Eventualmente esto desemboca en un odio infundado, gratuito.
El odio carece de sentido y fundamento cuando no existe el deseo de mejorar la relación entre uno mismo y la otra persona. El hecho de que "ellos" no sean tú es suficiente amenaza para temerles en un primer momento y luego odiarlos. Cuanto más diferentes son, mayor es la amenaza.
La destrucción del Templo fue causada por un odio infundado. Las divisiones y el miedo xenófobo a los demás catapultaron un viaje de 2.000 años hacia la rectificación. Ahora, el retorno físico a Israel nos ha dado, por primera vez en siglos, un medio físico para redefinir nuestra condición de nación. Y aunque hay señales en la dirección correcta, todavía no estamos "en casa".
La clave para la redención
¿Cuándo estaremos realmente en casa? ¿Hay forma de lograrlo?
Maimónides ofrece una fórmula que a menudo ha sido llamado "amor infundado o amor gratuito". Debemos conectarnos con los demás sin intereses que se corrompan en otra forma de adquisición. El proceso es transformador en cuanto que cambia nuestro enfoque:
- Estamos obligados a hablar bien de otras personas, compartiendo nuestra alegría por haber vislumbrado su belleza interior. El acto de hablar positivamente nos alía con los demás. Nos hace tomar conciencia de que formamos parte del mismo equipo.
- Estamos obligados a atender las necesidades materiales de los demás. Al tener consciencia de lo frágiles y necesitados que somos físicamente, nos volvemos más comprensivos y tolerantes.
- Estamos obligados a buscar situaciones que honren a los demás. Al hacerlo, les damos el valioso regalo de la autoestima y simultáneamente nos alejamos de las trampas egoístas de ocupar el centro del escenario.
Este proceso de tres pasos aparentemente es sencillo. Sin embargo, puede cambiarnos radicalmente. Puede cambiar no sólo nuestra relación con los demás, sino que puede llevarnos a redescubrirnos a nosotros mismos. Al hacerlo, terminará el duelo interminable por nuestro "yo" perdido y por nuestras tragedias nacionales.
Tishá BeAv es el día en que perdimos el Primer y el Segundo Templo. También es el día en que se firmaron los edictos de la Inquisición hace más de 500 años. Y también es el día fatídico en que comenzó la Primera Guerra Mundial en 1914, que inevitablemente llevó a la peor atrocidad que ha experimentado la humanidad: el Holocausto.
Durante dos milenios, el pueblo judío ha sido blanco una y otra vez del odio y la persecución. Pareciera que nos mantenemos unidos por el odio que nos tiene el mundo más que por el amor que nos tenemos los unos a los otros. Sin embargo, las cosas pueden cambiar. Sólo necesitamos dar los pasos necesarios para pasar del odio al amor, de la crítica al aprecio.
Dios mismo ha prometido que cuando logremos esa transformación tendremos el mérito de volver realmente a casa.
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