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La última plegaria

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Todo lo que Dale y yo queríamos era volver a casa. En comparación con las otras cosas por las que habíamos rezado, este pedido parecía suficientemente pequeño como para ser concedido. No seríamos los afortunados ganadores en la lotería de la supervivencia del cáncer. No habría una historia de recuperación tan improbable como los que escuchábamos de otros, y llorando nos preguntábamos: ¿podría pasarnos a nosotros?

No.

A medida que el tumor crecía, reducíamos el tamaño de nuestras plegarias, esperando que al encogerlas fueran más aceptables.

¿Podríamos tener cinco años, una fracción de lo que una vez esperamos y planeamos?

No.

¿Podríamos tener un año, para que Dale pudiera ver casarse a los dos gemelos?

No.

¿Medio año, para que pudiera sostener a su primer nieto en brazos?

No.

Rezamos por estas cosas al mismo Dios cuya luz una vez sentimos brillar sobre nosotros. Sus respuestas no vinieron desde las alturas de una montaña ni de los labios de un profeta, sino de tomografías y análisis de sangre. A veces, la respuesta, como la enfermedad que nos acechaba, era esquiva. Había que sacarla con esfuerzo de un enmarañado informe lleno de jerga médica. Uno de esos informes iba órgano por órgano, hueso por hueso, repitiendo “sin alteraciones, sin alteraciones, sin alteraciones.” Casi nos embriagaba esa letanía de normalidad. Pero entonces, al final de esa larga lista, apareció la frase: “…otras metástasis hepáticas en aumento.”

No, no, no.

La repetida negativa a nuestras plegarias me recordó a un rabino con un sentido del humor travieso que una vez dijo: “Dios responde todas las plegarias… sólo que a veces la respuesta es no”.

Ahora, con unas pocas semanas de expectativa de vida, nos quedaba una última plegaria: salir del hospital para que Dale pudiera pasar sus últimas horas en casa. Como dijo uno de los médicos que la atendían: “El hospital no es lugar para morir.”

Dale y yo compartiendo momentos más felices

Tenía razón. Los zumbidos de las máquinas, las enfermeras revoloteando como espíritus sobre los pacientes en la oscuridad de la noche, los jóvenes residentes interrogando a los aturdidos y confundidos en sus rondas matutinas… el hospital no es un lugar de descanso, y mucho menos para el descanso final.

No habíamos planeado terminar en el extremo de un pasillo lleno de casos difíciles. Este capítulo de la historia comenzó una semana antes, cuando fuimos a ver al oncólogo en su consultorio. Creíamos que la cita era para comenzar una nueva ronda de quimioterapia. Pero el médico dijo que Dale estaba demasiado débil y le recomendó internarse en el hospital de enfrente. “Una vez estabilizada, puedes volver a casa”, dijo. Sonaba sencillo, pero ese fue el momento en que se abrió una trampa bajo nuestros pies. Desde entonces, no habíamos vuelto a casa.

Ahora, llevarla allí sería el último acto de amor que podría hacer por ella. Así que me puse manos a la obra, haciendo arreglos. Y recé.

La habitación de Dale daba al Río. Ella siempre había querido vivir junto al agua. A veces, cuando caía en un sueño inducido por los medicamentos, yo observaba las ondulaciones en la superficie del río, yendo en todas direcciones, como los viajeros en el subterráneo apresurándose hacia sus trenes. Se formaban pequeñas crestas blancas, montaban la corriente brevemente y desaparecían, evocando a tantos que habían llegado a la ciudad, brillado brevemente en sus campos y luego se habían desvanecido.

En nuestro sexto y penúltimo día en el hospital, el médico me dijo que era demasiado arriesgado enviar a Dale a casa. Nuestro viaje terminaría en aquella habitación con vista al río.

Cuando se fue, me senté junto a la ventana. Envuelto en un entumecimiento protector, me quedé escuchando el graznido de las gaviotas. Varias pasaron planeando frente a la ventana, deslizándose sobre corrientes invisibles. Parecían tan alegres como los niños al salir de la escuela para las vacaciones de verano, o como almas liberadas del peso de la existencia material. Afuera, una solitaria barcaza marrón avanzaba con paso majestuoso, como encabezando una procesión fúnebre.

El último “Sí”

Mirando hacia atrás, veo que Dale y yo estuvimos viviendo nuestra propia versión, a menor escala, de una epopeya. Como Odiseo y Moisés, luchábamos por llegar a casa. El astuto Odiseo lo logró. Moisés, maestro y transmisor de la ley, no.

Y sin embargo, a Moisés se le concedió la posibilidad de ver desde la cima de la montaña la tierra que no podría pisar. Esa vista se convirtió en una visión, una visión que lo sostuvo en su desilusión y soledad. La idea de que incluso el más duro “no” podía suavizarse con un inesperado “sí” me dio fuerzas. Tal vez mi última plegaria fue respondida cuando terminó el dolor de Dale y comenzó un nuevo viaje. Recordé a esas gaviotas, deslizándose sobre el agua salpicada de sol, y comprendí que, esta vez, la respuesta había sido “sí”.

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