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Suicidio asistido, el peligro de la nueva ley de Nueva York

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En un giro que causa consternación, el Senado del estado de Nueva York ha votado a favor de legalizar el suicidio asistido por un médico mediante la aprobación de la Ley de Ayuda Médica para Morir (S.138), tras una votación similar en la Asamblea a principios de esta primavera. La legislación ahora espera la firma de la gobernadora. Si se promulga, esta ley permitirá a los médicos recetar medicamentos que terminan con la vida a personas a quienes dos médicos consideren que les quedan menos de seis meses de vida.

Las implicaciones de una ley así son profundamente inquietantes. Representa no sólo una redefinición dramática del rol del médico que pasa de ser sanador a facilitador de la muerte, sino también un peligroso mensaje social sobre qué vidas se consideran dignas de preservar. Cuando a quienes luchan con enfermedades terminales se les ofrece una receta para la muerte en lugar de atención significativa, apoyo u esperanza, debemos preguntarnos qué clase de compasión realmente estamos promoviendo.

Detrás del lenguaje médico y las formalidades legislativas se esconde un crudo dilema ético: ¿estamos listos para avalar el suicidio como una respuesta válida al sufrimiento… siempre que venga con bata blanca y respaldo legal?

La votación se produce en un momento en que la sociedad ya enfrenta tasas crecientes de suicidio y una mayor conciencia sobre los desafíos de salud mental. Sin embargo, mientras se hacen esfuerzos heroicos para disuadir a las personas de lanzarse al vacío (literal y figuradamente), esta ley marca una excepción trágica, sugiriendo que para algunos, tal vez para muchos, la desesperación justifica la muerte.

Este cambio no es sólo legal o político, es filosófico. Redefine el valor de la vida como algo condicional, calculable y potencialmente desechable cuando se cumplen ciertos criterios. Ese mensaje, aunque no sea lo que se pretende, corre el riesgo de socavar la dignidad de quienes son ancianos, discapacitados, enfermos crónicos o simplemente vulnerables. Transmite un inquietante mensaje de que sus vidas podrían ser vistas como una carga más que como una bendición.

Para quienes se guían por la creencia de que la vida humana posee un valor inherente, dado por Dios, esta votación representa un trágico fracaso moral.

En el puente

Hace años, un hombre de 79 años se detuvo y salió de su coche en medio del Puente Verrazano, la magnífica estructura que une Brooklyn con Staten Island, decidido a lanzarse desde más de 60 metros de altura a las aguas del estrecho de Nueva York.

El conductor que venía detrás, Tuli Abraham, lo vio, detuvo su coche y salió para ver qué pasaba y si podía ayudar. Cuando el anciano anunció que iba a saltar, el joven judío ortodoxo se abalanzó sobre él y lo sostuvo. El hombre resultó ser sorprendentemente fuerte. Finalmente, el Sr. Abraham, junto con otros civiles y agentes del orden que fueron llamados, lograron poner al hombre a salvo.

El suicidio había sido noticia dos semanas antes, cuando en el transcurso de pocos días, una joven sobreviviente de la masacre del año anterior en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas en Parkland, Florida, se quitó la vida, al igual que otro estudiante de la misma escuela. También se suicidó un hombre de 49 años, padre de una niña de 6 años asesinada en la masacre de la escuela Sandy Hook en el 2012.

Conscientes del hecho de que decenas de miles de estadounidenses se suicidan cada año, y que la tasa sigue en aumento, muchos informes de prensa sobre estos tres casos incluyeron notas de servicio público proporcionando a los lectores y televidentes información de contacto de organizaciones como la Línea Nacional de Prevención del Suicidio.

Esa misma semana, la legislatura de Nueva Jersey votó a favor de aprobar un proyecto de ley que permite a los médicos ayudar a los pacientes a quitarse la vida, uniéndose a varios otros estados y a varios países europeos que permiten el suicidio asistido por médicos.

Cuando se trata de personas que desean quitarse la vida, pareciera que somos una sociedad profundamente incoherente. ¿Debe el suicidio ser algo que la sociedad busque prevenir, incluso si eso significa evitar que una persona salte de un puente? ¿O es una expresión de voluntad autónoma, un derecho que debe aceptarse, incluso facilitarse?

El judaísmo considera que la vida no se trata de derechos, sino de lo correcto, es decir, de responsabilidades. Y que no tenemos permiso para terminar vidas, ni siquiera la nuestra.

La tradición religiosa judía se inclina claramente hacia prevenir el suicidio. El judaísmo considera que la vida no se trata de derechos, sino de lo correcto, es decir, de responsabilidades. Y que no tenemos permiso para terminar vidas, ni siquiera la nuestra.

La raíz de este doble estándar social frente al suicidio yace en una cuestión filosófica fundamental: ¿tiene la vida un valor inherente o sóolo utilitario?

¿De qué otra manera entender que la angustia, el miedo o el dolor de alguien con pocos meses de vida sea razón suficiente para permitirle terminarla, mientras que una persona con muchos años por delante es vista como una víctima de un desequilibrio psicológico que debemos hacer todo lo posible por corregir?

La persona que yace en una cama de hospital puede estar angustiada y convencida de que estaría mejor dejando de vivir. Pero no se puede negar que incluso un pequeño fragmento de tiempo puede ser utilizado para lograr mucho. Se puede compartir una sonrisa, pronunciar una palabra amable; ofrecer una disculpa, enfrentar un remordimiento; alcanzar la expiación o reconciliarse con un amigo o familiar distanciado.

Y luego están los problemas no filosóficos de aceptar el suicidio asistido por médicos. Hacerlo nos coloca en un camino peligroso, al final del cual podrían estar doctores demasiado entusiastas y “asesinos por compasión”.

El Dr. Jack Kevorkian ya no está activo; dejó este mundo en el 2011, pero no antes de ayudar a 130 personas a morir antes que él. Y el asistente de enfermería Donald Harvey, uno de varios ejemplos similares, afirmó haber envenenado o asfixiado a 87 personas.

Y luego están las compañías de seguros.

Una mujer californiana llamada Stephanie Packer, esposa y madre de cuatro hijos, diagnosticada con una forma terminal de esclerodermia, dijo que su compañía de seguro inicialmente indicó que pagaría un nuevo tratamiento de quimioterapia recomendado por sus médicos.

Pero poco después de que California autorizara a los médicos a recetar una dosis letal de medicamento a pacientes con un pronóstico de seis meses o menos de vida, la compañía de seguros de la Sra. Packer le informó que se le había denegado la cobertura para el nuevo fármaco.

Ella preguntó entonces si las píldoras para el suicidio estaban cubiertas por su plan, y le respondieron que sí, y que solo tendría que pagar un copago de $1.20 por la medicación.

Aunque ella decidió no tomar esa opción, es fácil imaginar a otros —quizá alentados incluso por quienes los aman— viendo esa oferta como algo bueno.

Pero dejando de lado los temores sobre bienintencionados mal guiados, aseguradoras motivadas por las ganancias o herederos impacientes, la cuestión del suicidio y su facilitación sigue siendo esencialmente ética: trata sobre el valor de la vida.

En lugar de ofrecer a los pacientes terminales (y esta es una etiqueta que, en sentido amplio, se aplica a todos) los medios para poner fin a sus vidas, ¿no sería mejor enfocarnos en convencerlos de lo que pueden lograr, cualquiera sea su estado médico, mental o físico, en esos breves momentos de tiempo sobre la Tierra?

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