
En otro episodio más de la ya habitual sobreactuación mediática de Greta Thunberg, la joven activista sueca se presentó en el aeropuerto Charles de Gaulle de París con la acusación de que Israel la había “secuestrado en aguas internacionales”. La frase, por impactante que suene, no resiste el más mínimo análisis. Thunberg no fue secuestrada. Fue detenida temporalmente por la Marina israelí mientras intentaba, junto con un grupo de activistas pro-palestinos, violar un bloqueo marítimo legalmente establecido para impedir el suministro de armas a la organización terrorista Hamas.
Israel interceptó el velero Madleen, que transportaba a una docena de activistas y una cantidad simbólica de “ayuda humanitaria”, camino a Gaza. Thunberg fue informada de la ilegalidad de su intento de entrada y se le ofreció una salida rápida y respetuosa: aceptó la deportación voluntaria. Fue trasladada en condiciones dignas, sin violencia ni maltrato, y pudo regresar inmediatamente a Europa. Llamar a eso “secuestro” es no solo deshonesto, sino profundamente insultante hacia quienes sí han sido secuestrados de verdad: los más de 50 israelíes que aún permanecen en cautiverio en Gaza, tras el brutal ataque terrorista del 7 de octubre.
Las declaraciones de Thunberg son parte de una estrategia de propaganda que parece olvidar que los terroristas de Hamas mantuvo cautivos a mujeres, ancianos y niños bajo tierra, sin acceso a visitas, sin asistencia médica, sin derechos básicos. ¿Quién está realmente violando el derecho internacional?
El ex presidente estadounidense Donald Trump no se quedó callado ante la nueva cruzada mediática de Greta. “Es una persona extraña. Está llena de rabia. No sé si es una rabia real, pero necesita un curso de manejo de la ira”, dijo. Y sobre las acusaciones de “secuestro”, respondió con ironía: “Creo que Israel tiene suficientes problemas como para además andar secuestrando a Greta Thunberg”.
Más allá de la ironía, las palabras de Trump ponen el foco en un punto esencial: la incoherencia de una figura que pasó de abanderar la lucha contra el cambio climático a alinearse con sectores radicales que justifican el terrorismo. Porque entre los detenidos que se negaron a aceptar la deportación figuran personajes como Rima Hassan, eurodiputada francesa de origen palestino, quien ha defendido públicamente la masacre del 7 de octubre como “legítima” y niega que ciertas familias israelíes hayan sido asesinadas. Otra detenida, la alemana Yasemin Acar, ha expresado su apoyo a los ataques de Irán contra Israel y su “solidaridad con Hamas”.
¿Ese es el tipo de compañía que Greta Thunberg considera parte de su lucha por la justicia?
Israel tiene el derecho —y el deber— de defenderse. El bloqueo marítimo sobre Gaza fue avalado por instancias internacionales como un mecanismo legal para impedir el contrabando de armas hacia Hamas, organización que no solo gobierna Gaza, sino que ha demostrado repetidamente que prioriza la guerra sobre el bienestar de su propia población. Thunberg, en lugar de denunciar los crímenes del grupo terrorista, eligió sumarse a una acción coordinada por la Freedom Flotilla Coalition, conocida por sus vínculos con grupos extremistas y por sus provocaciones deliberadas.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel fue claro: “Greta y sus amigos trajeron una cantidad minúscula de ayuda en su yate de celebridades. No ayudaron a la población de Gaza. Fue un espectáculo absurdo.” La verdadera ayuda, explicaron las autoridades, entra a Gaza por canales legítimos, supervisados para evitar que Hamas la desvíe para fines militares.
Thunberg dice que el mundo necesita “más mujeres jóvenes y enfadadas”. Pero el mundo no necesita más ira ciega. Necesita honestidad moral. Necesita activistas que sepan distinguir entre víctimas y victimarios. Entre quienes secuestran niños y quienes intentan rescatarlos. Entre quienes bombardean hospitales y quienes, con todas las dificultades, intentan garantizar que la ayuda llegue sin fortalecer al terrorismo.
El verdadero problema no es que Thunberg esté enojada. Es que está equivocada.
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